Éste era Romeo, Rome para los amigos.
Lo llamé así porque siempre se quedaba debajo de mi ventana maullando, era muy pesado, y no me dejaba dormir. Es lo mismo que debió de sentir Julieta, una mezcla de ternura e irritación cuando un tipo se le plantaba debajo del balcón a cantarle serenatas y a no dejarla dormir (bueno, por lo menos en mi imaginación es así).
Romeo alegró mi verja, luego mi jardín, después mi cuarto y por último mi casa. Siempre he sentido pasión por los gatos. Eran seres sagrados en muchas culturas, en Egipto por ejemplo. Me encantan porque nunca podremos poseerlos como se posee un objeto o un perro. Un gato es libre. Es consciente de que sabe cuidarse solo, de que no te necesita, de que es un felino salvaje. Y si se queda es porque quiere, igual que cuando deje de estar a gusto se marchará.
Mi calle es la mejor de toda la ciudad, por lo menos hay diez gatos callejeros. Cuatro me siguen a lo largo de la calle refregándose el lomo contra mis piernas, y acudiendo a que les rasque entre las orejas. El resto se quedan sobre los muros, mirándome con sus pupilas verticales llenas de recelo y relamiéndose los bigotes. Pero de todos ellos, la estrella es Romeo.
Romeo se acercaba con paso tranquilo y la cabeza alta. No maullaba, no bufaba, solamente emitía un ronroneo grave cuando se enroscaba entre mis piernas para reclamar mi atención. No era celoso ni espantaba a los otros gatos, pero trepaba por mis pantalones hasta que lo cogía y lo acunaba en los brazos. Con eso ya bastaba.
Romeo estaba enamorado de mí, y yo de él. Éramos amigos.
Cuando lo dejaba en el suelo me seguía como un perrillo faldero, como una sombra, en completo silencio. Se esperaba a que abriera la puerta de hierro y entonces él se colaba como si fuera el dueño de la casa, luego se sentaba en la terraza a esperar que abriera la siguiente. Se tumbaba en el escritorio mientras yo trabajaba, y ronroneaba de contento. A veces se entretenía jugando con los bolis o con el teclado del ordenador. A veces le hacía pelotas de papel y se pasaba un cuarto de hora persiguiéndola por el cuarto.
Solía meterse en peleas gatunas. Una vez apareció cojo y con la cola rota, otra con una cicatriz en el ojo que me recordaba a Scar el del Rey León. Romeo era un valiente y un Don Juán, pero siempre regresaba a mi casa a recibir mimos y algún otro trozo de pescado, o me saludaba desde el otro lado de la acera con un único maullido cuando llegaba a casa.
Unos gilipollas se divertían contándome cómo hacían "carreras de gatos" sacándoles de sitio la columna vertebral, cómo se rompían el cuello en la huida de semejante dolor. Hijos de puta. Hijos de puta. No sé si se divirtieron más haciéndolo o viendo mi cara de horror mientras me lo contaban. Nunca he odiado tanto a una persona, nunca me he sentido tan aterrada.
Romeo desapareció sin dejar rastro el verano pasado.
Desde entonces sigo esperando oír sus maullidos desde mi ventana.