viernes, 8 de enero de 2010

Pequeño retrato



Hay días en que, sentada en la mesa del escritorio, y mirando al infinito en la pantalla, puedo ver de reojo la sombra de una niña. Se asoma del armario y saluda con la mano, casi con timidez. Tiene una sonrisa perversa en su cara de ángel. La miro a través del cristal, con una imagen que rebota. Nuestras miradas se cruzan, y le devuelvo el saludo.


Vive en el país de lo olvidado, sentada en un trono de hielo tan alto que siente que puede tocar el cielo y que todo lo que hay bajo ella no es más que polvo. Sé que se siente superior y a la vez, muy por debajo. Tiempo atrás quedó atrapada en la jungla de lo irreal, junto a sus mil hadas de colores, sus elfos altivos y sus dragones fieros. Acaricia sin pudor las vísceras de los sueños muertos, se adorna con las cabelleras de los vencidos en combate y muestra sus trofeos en cuanto tiene ocasión.


En ocasiones es niña, en otras es mujer. Cuando habla la mayor, el mundo queda en estado de espera, en suspensión. Le cambia el rostro de ratón a león, como aquella vez que le dijeron que cuando se ponía trascendental parecía “Mufasa”. Mueve los labios con serenidad, saborea cada palabra, la escupe con delicadeza, la machaca, la maquilla, la esculpe al teclado para que la lea quien quiera. Y después la tira a la basura maldiciéndose a sí misma. Nada es demasiado bueno, nada llegará a ninguna parte. Se retira a descansar a dos metros bajo tierra, a esperar a que alguien le ponga flores.


Las noches de luna llena solía pasear pintando de rojo las aceras. Cuidado, que muerde: Alguna que otra cabeza ha arrancado ya. Es vanidosa y le gusta jugar, pero ella es la que lleva las riendas, la que marca las reglas. . Puede que mañana no se acuerde de tu nombre, pero va a hacerte sentir especial esta noche. Porque es una maravillosa actriz y su ego está henchido por mil mundos imaginarios, alcohol y filosofía propia. Es un cordero con piel de lobo, aunque se disfraza a veces del revés.


La pequeña sale del armario y me coge de la mano.

Me pregunta qué escribo y le contesto que estoy pintando un retrato.

Clava sus ojos en los míos otra vez, y siento cómo se ruboriza.

Y, corriendo, vuelve a meterse en el armario.

Sin despedirse.


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